Giranza sin fin
Yo te decía lejanamente adiós,
en las proas debajo de la pleamar
y hubiera querido que te desvistieras
cercándote de linfa, percudiendo en las algas.
Pero los diques atrapaban las cenizas
de mi rostro sumergido en el agua de aceite,
delante de las balandras y las quillas de los transportes.
Un poco hacia el sur los rascacielos
erguían sus cuellos metálicos ya momificados,
envueltos en el humo de la mañana,
apuntando a las dactiloscopistas
palabras que no habrían entendido,
a no ser por las compuertas, por las anémonas de hierro.
Las modelos con sus teléfonos móviles
probaban sonreír maquilladas del día anterior.
Yo te decía adiós, yo te decía lejanamente adiós
mordido por las cañerías y las neveras,
por el aleteo de los expresos sin ningún movimiento
cruzando los cipos como un gran ataúd.
Desde el chirrido de los supercargueros
oía las barras y las cadenas
subir los toneles hacia el viento,
para compararlos con la música de tu espalda,
así me perdía asido a los cordajes,
cercándote de linfa, percudiendo en las algas
mientras las máquinas izaban las gaviotas
y no se movía ni una flor más allá de los puentes.
Las cuerdas esparcían con una mano escarcha
en las sentinas. Con la otra rodeaban el humo, la giranza sin fin.
Yo te decía adiós, yo te decía lejanamente adiós
en las proas debajo de la pleamar.