José M. Fernández Pequeño: Soy un escritor transnacional

Por Gabriel Cartaya

José Manuel Fernández Pequeño es un reconocido escritor, profesor, editor, crítico literario e investigador cubano que actualmente radica en Miami. Es autor de una depurada obra que ha dado a conocer en decenas de libros, artículos y ensayos. Entre sus libros publicados se encuentran Periplo Santiaguero de Max Henríquez Ureña (1989), Las cosas de cierto mundo (1992), Crítica sin retroceso (1994), Un tigre perfumado sobre mi huella (1999 y 2004), En el espíritu de las islas: los tiempos posibles de Max Henríquez Ureña (2003), Cuentos para Angélica (2003), La mirada en el camino (2006), Tres, eran tres (2007), Memorias del equilibrio (2016), Sutiles (2017), entre otros.

Fernández Pequeño, quien ha recibido importantes lauros por su obra –Premio Memoria, de la UNESCO (1997), Premio Anual de Literatura en la República Dominicana (2013) y Medalla de Oro en los Florida Book Awards (2014), entre otros– fue uno de los creadores de la Casa del Caribe, en Santiago de Cuba, donde fundó y dirigió la revista Del Caribe. En estos días ve la luz su novela Tantas razones para odiar a Emilia, que esperamos sea presentada en Tampa por el autor. Pero antes de su primera visita a nuestra ciudad, creímos oportuno publicar este diálogo con él.

En varias entrevistas te has referido a la literatura –que es tu pasión y ejercicio–, tanto desde la perspectiva del narrador como de la del crítico, y lo que más me llama la atención es el alejamiento de dogmas y tiranías con que concibes el arte de escribir, especialmente los cuentos. ¿Hasta dónde los decálogos sirven al escritor?

Para quien escribe literatura como un dejarse ir hacia sí mismo (que es, en mi opinión, la manera más auténtica de implicar a los demás), los decálogos no sirven en absoluto. Ahora, si alguien escribe para entretener o educar al lector; si lo hace para ganar concursos o con cualquier otro propósito diferente de la literatura misma, pues las recetas posiblemente le sean muy útiles.

Te conocí a mediados de los noventa en Manzanillo, al lado de Joel James, a quien acompañaste en el proceso de fundación de la Casa del Caribe en Santiago de Cuba. ¿Cómo recuerdas la aparición y primeros años de aquella institución que ofreció un excepcional espacio cultural no impuesto por la pirámide gubernamental?

La creación del Festival de la Cultura Caribeña, en 1981, fue muy ardua porque quienes empujábamos el proyecto éramos tres o cuatro locos que nos reuníamos al salir de nuestros respectivos trabajos; eso sí, con el apoyo irrestricto del Cabildo Teatral Santiago y el director de Cultura en el municipio Santiago. Hubo que luchar a brazo partido para romper las suspicacias de un sistema tan centralizado como el de la Cultura en Cuba, donde lo que no viene orientado desde “arriba” despierta recelo inmediatamente. La batalla más difícil de ganar, sin embargo, fue convencer de nuestras intenciones a muchos grupos portadores de la cultura popular tradicional encaramados en las serranías o dislocados por los pueblos y zonas agrícolas del país, los cuales estaban hartos de proyectos e investigadores que les prometían villas y castillas para luego desaparecer.

Si la fundación de la Casa del Caribe, en 1982, contó ya con un núcleo intelectual bastante bien estructurado alrededor de Joel y se vio arropada por el éxito del Festival, también tropezó en sus inicios con el recelo de instituciones poderosas que, como la Casa de las Américas, veían a la nueva e intrusa institución como una amenaza para ciertas zonas de su trabajo. A la revista Del Caribe, aparecida en 1983, le fue peor. Diez años después de creada, todavía estábamos luchando por un espacio poligráfico estable y seguro donde imprimir, razón por la cual nunca pudimos sostener su ansiada periodicidad trimestral.

El éxito del proyecto se debió a muchos factores, pero en principio a la astucia y solidez intelectual con que Joel James impuso a las autoridades un acto de hecho consumado cuyo resultado era incontestable, al hacer muy visible una zona de la cultura popular cubana, aquella de origen caribeño, cuya fuerza e importancia había permanecido hasta el momento muy poco valorada.

¿Cómo lograbas armonizar la creación literaria, el trabajo de investigación sociológica –pienso en tu mirada a cuentos populares o figuras provenientes del bandolerismo–, tu labor como profesor y la responsabilidad editorial al frente de la revista Del Caribe?

Luego de fundada la Casa del Caribe, hubo fuertes tensiones entre Joel y yo. Él quería reencauzarme hacia la investigación antropológica y yo no quería ser otra cosa que escritor. Tuve que armonizar ambas cosas, más el trabajo editorial en la revista, pero terminé encontrando un atajo que resultó decisivo para mi formación de escritor e hizo que Joel me viera como lo que soy: un tipo obstinado y rosca izquierda, un verdadero caso perdido. El estudio de la narración oral contemporánea en Cuba, que de paso me valió un premio de la UNESCO y el dinero con que me fui a la República Dominicana, puso ante mi vista recursos narrativos invaluables, del mismo modo que la proximidad a la cosmovisión de los sistemas mágico-religioso cubanos (santería, palo monte, vodú, espiritismo de cordón) o del carnaval, acabó siendo decisiva para entender qué tipo de narrativa quería yo escribir. No tendría cómo agradecer a Joel James el haberme acercado a esos temas, aunque no lo hiciera con ojos de antropólogo, como él quería.

A fines de los años 1990, República Dominicana se convirtió en una prolongación de la patria chica, a saber, Bayamo. Como escritor, ¿qué satisfacciones te produjo tu largo tiempo dominicano?

Podría decirte tantas cosas… Como el individuo que un día se sorprende capaz de pensar en un idioma que consideró ajeno hasta ayer mismo, en algún momento sentí mientras escribía que los códigos culturales de la realidad dominicana reverberaban dentro de mí con la naturalidad y el placer de lo que siempre había estado allí. Aun así, me tomó unos años comprender que la lengua coloquial dominicana y la sabichosa cultura popular en que esta se asienta, ese tigueraje que chispea ágil a cada paso (en el tráfico callejero, las oficinas públicas, los colmados, el discurso político…), ofrecen a flor de piel lo que, al menos para mí, resulta materia indispensable a la hora contar: las visualizaciones del absurdo. Escribí mi primer libro de cuentos en Cuba durante los años noventa y lo publiqué apenas llegar a República Dominicana. Los restantes (todos, los cuatro, más mis dos libros para niños), no existirían de no ser por la patria dominicana. Tampoco mi novela “Tantas razones para odiar a Emilia”, que pronto dejará de ser inédita.

Háblame de la novela, he escuchado que se presentará en septiembre.

Voy a intentarlo, aunque sepa que ninguna mirada sobre un texto es tan corta como la de su autor. “Tantas razones para odiar a Emilia” es una novela caribeña, y no solo porque su argumento transcurre en esa región, sino porque está atravesada por una diversidad de voces y perspectivas narrativas que carnavalizan el mundo ficcional, mientras los personajes (algunos vivos, otros sobrevivos) buscan un sentido para su existencia, se cuestionan el pasado e intentan comprender qué significa exactamente el futuro. La novela está siendo procesada por Ediciones Furtivas, de Miami, y en verdad me siento muy entusiasmado por el trabajo que viene adelantando un equipo pequeño y muy profesional, cada quien enamorado de lo que hace. Faltan palabras para explicar lo que siente un autor cuando una editorial se apropia de su libro, lo mima, intenta magnificar las que cree son sus virtudes, y todo eso con cariño, respeto, inteligencia y sentido crítico. Es cierto lo que has escuchado, se prevé presentarlo a partir de septiembre en varios países y ciudades, pero prefiero que sea la editorial quien anuncie en el momento adecuado el cronograma.

Haciendo camino al andar, como quería Machado, aterrizaste un día en Miami y decidiste vivir en esa ciudad. ¿Qué sientes al volver la vista atrás?

Soy inmune a la nostalgia y estoy curado del patrioterismo, así que solo miro atrás algunas poquísimas veces, para comprobar hasta qué punto he avanzado en el camino que me tracé cuando era un muchacho y me fugaba para bañarme en el río Bayamo. Vine a Miami, entre otras cosas, a escribir. Y eso he hecho, he escrito seis libros en siete años, todos de narrativa… ah, y sin dejar de trabajar ocho horas (a veces más) para ganarme la vida, ni menos que menos renunciar a mi cervecita on time. Si a esto agregamos que en 2017 me nació un hijo, habremos de concordar en que ha sido un tiempo productivo, ¿o no? Miami es una extensa llanura de edificaciones y vegetación donde los más importantes códigos culturales en español conviven, se cruzan, a veces se embisten, en no pocas ocasiones se aparean o se divorcian con el rencor turbio de los amores que importan. ¿Quién querría un lugar mejor para escribir?

Con tus experiencias como escritor en Cuba, República Dominicana y Miami, y la asunción de temas que corresponden a estas distintas realidades, ¿te sientes un escritor transnacional?

Soy un escritor transnacional, a mucha honra. Y, ¿sabes algo?, cada nueva fibra cultural supuestamente ajena que se me ha ido integrando en este andar, también me ha permitido entender con más claridad y sentir de forma más auténtica la cultura del país donde nací y me eduqué. Y se entiende porque sin la apropiación pirática de cuando llega desde afuera, eso que llamamos cultura del Caribe es nada más una formulación vacía, buena si acaso para las malas consignas nacionalistas. Lo que hicimos desde la Casa del Caribe en los ochenta, ¿no fue resaltar la existencia en la Isla de una extensa zona en la cultura popular tradicional atravesada por los aportes de diferentes países caribeños? ¿No es eso cultura transnacional? Pues ahora resulta lo mismo, solo que al revés y con una intensidad incomparable.

El rumbo tomado luego por la revolución que triunfó en 1959 invirtió los procesos migratorios en la Isla; Cuba dejó de ser un país receptor de migraciones para convertirse en uno que envía grandes (y desesperadas) oleadas migratorias hacia casi todo el mundo. ¿Cómo es posible negar a estas alturas la existencia de una cultura transnacional cubana? No sé si lo veremos nosotros, pero un día la obcecación política cederá por fin y la cultura producida dentro de la Isla no solo acogerá sin suspicacias, sino que también agradecerá sus aportes a las formulaciones culturales elaboradas por cubanos en los cuatro rincones del planeta. Como me ocurre cada vez que viajo para fin de año a Santo Domingo, ese día el cubano emigrado encontrará un cartel en las terminales aéreas del archipiélago con la leyenda: Bienvenidos a la patria, hermanos, y nadie les preguntará por qué decidieron vivir fuera de su país de origen ni cuál es su orientación política.